Belén – cuento de navidad
Todavía me acuerdo, aunque cada vez más vagamente, del belén que el cura solía montar todas las navidades en la iglesia parroquial. La escena bíblica se desplegaba sobre un paisaje revestido de musgo. Por supuesto, en el centro estaba el establo, con José y María, la vaca y la mula en torno al pesebre donde el desnudo niño Jesús no parecía padecer la menor molestia por el frío invernal tanto de su Judea natal como de su Galicia adoptiva. Encima del tejado varios ángeles tocaban flautas y laúdes y entonaban sus silenciosos cánticos espirituales. Los pastores o bien guardaban sus rebaños en plena campiña o eran impelidos hacia el establo por una fuerza mística inexplicable, pues normalmente a esas horas estaban tomándose una caña en torno a la hoguera cantando coplas vulgares a golpe de zambomba o de morriñosa gaita. El arroyo de papel de plata descendía desde la colina y su corriente imaginaria movía la rueda del molino al que acudían los aldeanos con sus sacos de maíz y de centeno. Y allá en lo alto estaba el castillo de Herodes con sus soldados de guardia. Guiados por la estrella, los reyes magos avanzaban a paso de dromedario hacia la prodigiosa constatación de su astrología.
Como el cometa, por volar tan alto, sólo les daba aproximaciones, los magos se vieron obligados a acudir a la corte para obtener direcciones más exactas. A Herodes no le hizo ninguna gracia enterarse que justo por esas fechas y en sus dominios iba a nacer el rey de los judíos, pues hasta donde alcanzaba a entender, y el entendimiento es siempre limitado, el rey era él y después de él sería alguno de sus vástagos. Así que una vez los sabios palaciegos hubieron precisado el lugar de los sucesos, despachó a los tres adivinos diciéndoles que a la vuelta le hiciesen saber dónde se encontraba el dichoso niño para ir él también a adorarle. Como ya sabemos, su verdadera intención era deshacerse del infante, ya que, de ser cierta, aquella profecía era la crónica de una muerte anunciada, en este caso la suya. Sus temores, por supuesto, eran infundados, pero es que los materialistas no entienden de metáforas.
Sabido es que los reyes magos, advertidos por un ángel del peligro, a su regreso no pasaron por palacio. Ante cuyo despecho el rey decretó la ejecución en masa de todos los varones menores de dos años dentro del radio establecido por el cálculo prudencial de sus sospechas. Pero otro ángel, que por aquel entonces había muchos por la zona, informó también a José, quien no tardó en subir a su mujer y a su primogénito sobre el burro para ponerse todos a salvo. La huida se había vuelto urgente y necesaria debido al acoso cotidiano de las tropas de ocupación, las cuales, compinchadas con los colonos, no dudaban en desalojar, expropiar, encarcelar, torturar y asesinar a hombres, mujeres y niños. Como personas desplazadas, su solicitud de regresar a Nazaret en Galilea les fue denegada, pues el estado judío había privado a todos los palestinos del derecho al retorno. Por eso pensaron en escapar a Egipto y la pobre familia de José, María y Manolito, con el sufrido asno, acabaron atrapados en el campo de concentración de Gaza, del que no permitían que saliese ni un gato ni que entrase la ayuda humanitaria, mientras la población era bombardeada a diario con el respaldo incondicional del gran emperador de Washington. Todo había sido reducido a escombros, las viviendas, las escuelas, los hospitales, las centrales eléctricas, las depuradoras, las mezquitas, los cementerios, la razón y la esperanza. No había ni un mendrugo ni una gota de agua potable y en medio de la hecatombe aparecieron los samaritanos de UNICEF para vacunar a los niños contra la polio.
El párroco ya es otro y el belén también, pero el villancico es el mismo: Belén, campanas de Belén, que los ángeles to-o-can, ¿qué nuevas me traéis? Pues bien, a juzgar por las noticias, después de dos mil años de ciencia, progreso y derechos humanos, la civilización judeocristiana se empeña en dejar al pobre Manu hecho un cristo. Que dios, él sabrá quién es, nos ampare.