Bajarse al moro
Sirva esta conocida formulación como síntesis de lo que será la idea que los hados han querido les transmita hoy, a medio de esta columna sabatina.
Miren, tomen asiento, libérense de preocupaciones, acerquen un vaso de agua o, tal vez, algo más fuerte —va por gustos y hábitos—, porque voy a contarles una historia curiosa, una narración singular que escuché recientemente y que, con seguridad, les hará regurgitar algo de esa rabia y decepción que en estos tiempos presentes nos habita y crece progresivamente en parte íntima, empero oculta, que llamamos amor propio.
Érase una vez…. —así era el comienzo de las historias de antes—, pues hoy, parecido:
El asunto va de una jóven española, de Madrid para más señas, que mientras paseaba por una céntrica calle de la capital, hábiles manos extrañas —probablemente foráneas—, hurgaron sin autorización en su bolso y, con fineza digna de profesional ratero, le despojaron de su teléfono móvil. Así podría esquematizarse, sin adornos y para no perdernos en matices literarios, la forma en que se desarrolló el suceso. Pero atiendan amigos y no pierdan detalle, que lo mollar de la trama viene ahora.
Entre atribulada, indignada, maldiciendo y acordándose de toda la familia del choro saqueador —doy fe que anduvo aledaña a aquello que decían los de los gallos de Valladolid aunque, por su natural condición de «palla», sin llegar a lo de los calzoncillos ni lo otro tan vulgar y chabacano— la zagala regresó a su domicilio. Ahora bien, dado que su «volátil» terminal, por catalogarse de alta gama y ser de los que llevan incorporada la función de geolocalización —cosas del diablo pero que Dios mediante pueden resultar de gran utilidad—, de inmediato verificó donde se encontraba el desaparecido teléfono, removido de «su vera» de forma abrupta e indeseada. Y así averiguó que se hallaba en un zona muy barrial madrileña, concretamente, la Cañada Real.
Decidida la muchacha, con resolución justiciera y a modo de una nueva Agustina de Aragón, ni corta ni perezosa se desplazó al lugar donde el satélite —o lo que sea el ingenio en cuestión— le indicaba con precisión milimétrica el lugar en que estaba su añorado, y ahora esfumado, terminal telefónico.
Fue entonces cuando de forma civilizada y no a la fuerza —como por otra parte hubiera sido hasta comprensible en su ansia por recuperar la propiedad hurtada—, la jóven se dirigió esperanzada a la Comisaría de Policía más próxima para denunciar el hecho y aportar la trascendental información recabada por ella misma. ¡Oh inocente criatura!, conjeturaba la cándida muchacha que su cuita, mediando agentes de la autoridad, tendría rápido y venturoso desenlace.
La párvula jóven, que debía pensar estaba en un país normal, europeo, civilizado y donde el sacrosanto derecho de propiedad sería respetado, se encontró con la negativa de los agentes a intervenir en un domicilio particular si no mediaba orden de registro avalada por un juez —cosa imposible cuando lo hurtado es un simple teléfono—. Ni que decir tiene que no daba pábulo a lo que estaba oyendo pues, así, con cierta insolencia, rotundidad funcionarial y sin delicadeza alguna en la explicación que recibía de unos uniformados —con más miedo a los expedientes de asuntos internos que cuatro viejas reumáticas a las heladas de Astorga—, que anteponían una descabellada legalidad y los supuestos derechos del delincuente, a los de la ciudadana víctima y sufridora del daño.
Díganme sinceramente, ¿qué les parece?
El cuento era este. Ahora, amigos míos, aquí viene la reflexión y moraleja. Me tienen que disculpar, pero es que uno gustó de las narraciones de Samaniego y recuerda, a pesar del tiempo, que siempre había una lección a modo de sentencia que era, además, donde se encontraba el tuétano del asunto.
Y no es otro que asumir, por más que le revienten las meninges y las entendederas por este y otros muchos despropósitos que a diario se vienen sucediendo, que esta es la España que hoy tenemos. Un lugar donde el jeta, el vividor, el delincuente, el facineroso, el chorizo y el allanador de tu propiedad, tanto si es okupa, inquiokupa o ladrón de gallos pucelanos —en definitiva, un maleante que vive de dañar al prójimo—, no tendrá inconveniente en apelar e invocar «su» sagrado e inalienable derecho a la propiedad —el suyo, repito—, para despojarte del tuyo.
¡Coño…! ¿Pero nos hemos vuelto tontos, mensos o majaderos?
Pues bien, en este suceso referido, absolutamente cierto, lo inaudito del asunto es que en España, la ley, la policía, el sistema, las instituciones, las ONGs —curiosamente todos de ultraizquierda, ¡sí hombre!, esas que viven de la subvenciones que a troche y moche el nuevo Régimen les concede para que defiendan y encubran a chorizos y forajidos como el que arrebató el teléfono a la muchacha—, son los que se dedican a amparar las fechorías de esta laya que nos quita la paz y la pacífica convivencia .
¡Pues así estamos y así nos vemos!
Pero para no enviarles al psicólogo con el penar referido y la indignación que seguramente les haya procurado una narrativa tan despiadadamente sincera, voy a referirles el desarrollo y final porque, tal vez, les eleve un poco su maltrecha ilusión de ciudadano español. O al contrario, no sé….
Pues resulta que a los veinte días del suceso, cuando ya la zagala había superado el duelo por su desvanecido terminal telefónico y se había procurado otro, aconteció que inopinadamente le saltó aviso de que aquel teléfono, hurtado y dormido por un tiempo, de nuevo estaba activo y geolocalizado —ya ven que manejo con soltura la jerga informática—. ¿Y saben donde se ubicaba?, pues curiosamente ya no en la Cañada Real, ¡no!, está vez algo más lejos. Curiosamente en el mismo lugar al que se dirigían los teléfonos y ordenadores de los abogados del novio de Isabel Ayuso que fueron incautados en Algeciras. Pues en el continente africano, ¡en Marruecos! Si amigos, en Marruecos, en un barrio de Rabat llamado El Mansour. Como lo oyen, en «tierras sarracenas», que diría un castizo.
Pues acompañada —previo pago— de un «habibi» que dominaba el idioma y la cosa local, con el mundo por montera y con un orgullo y dignidad absolutamente fuera de lo común, hasta allí se desplazó la aguerrida y temeraria joven a luchar por lo suyo, aunque fuera allende la madre patria. Llegada a destino y sin dudarlo un segundo se acercó al viejo y descachimbado edificio donde el nuevo terminal le indicaba que estaba su exangüe teléfono.
¿Y qué creen que hizo? Pues con esa información y al igual que había procedido antes en Madrid, se dirigió al primer puesto de la policía —«Süreté»—, a informar de lo sucedido y de las pesquisas por ella realizadas. Poca confianza tenía en una resolución satisfactoria, la verdad, pero un orgullo a prueba de «resiliencias sanchistas» le impelía a estar allí y hacer lo que hacía.
¿Imaginan la respuesta y actitud de los agentes de policía marroquíes ante semejante denuncia? Atiendan, atiendan, que la cosa se puso buena.
Pues —para vergüenza nuestra, mayor oprobio y a diferencia de lo que le ocurrió en España—, de inmediato una comitiva de 7 policías locales, con paso firme y voluntad reparadora se desplazó —con ella al frente como capitaneando el bravo pelotón— al edificio señalado y, para no entretenerles con detalles nimios y precisiones fútiles, les diré que a los cinco minutos de entrar en el destartalado inmueble, aquel teléfono, desaparecido en tierras cristianas, volvió a sus manos, aunque ahora en tierra infiel.
Por eso, amigos míos, hoy quiero confesar —como la coplera—, que se me hace muy difícil entender lo que está pasando en este nuestro nuestro país.
—¡Pues si para recuperar algo hay que «bajarse al moro», nada, yo sin problema, así aprovecho el viaje! —me decía hoy mi amigo Juncal, un poco atarantado aún por el humo de la «mota», cuando le conté el relato.
Y un servidor, entre el humo, el suceso y la respuesta, quedó algo aturdido también.