Implantes, descendientes de los poderosos Titanes
La humanidad desde sus inicios siempre mostró interés en reponer sus dientes perdidos, ya fuera en personas vivas o muertas. De lo primero que se encontró fue en la época del Neolítico, en concreto en Argelia, un cráneo de una mujer con un fragmento de falange como diente. En la Edad Antigua, en la cultura Maya, se descubrió una mandíbula con fragmentos de concha por dientes. También en Egipto se trasplantaban dientes de animales a humanos, le extirpaban la muela careada al hombre, y le introducían el diente sano del animal y también utilizaban piedras y metales preciosos. Insertar objetos o partes del cuerpo humano para reponer las ausencias dentales, ha sido algo a lo que se ha aspirado desde tiempos inmemorables. Puede ser que la creencia de seres mitológicos formados por pedazos de diferentes criaturas, haya creado este deseo en los humanos.
Como muchos descubrimientos o una gran parte de ellos, no debemos olvidar la importancia de la “serendipia”, en la que de manera casual se produce el hallazgo de algo muy valioso. Y así sucedió con los implantes y la consecuente osteointegración.
Lo primero que se buscaba en un implante es que fuera estable y que no se moviera, utilizaron materiales como el cromo, cobalto, porcelana, acrílico… y otros muchos más pero no conseguían que se estabilizaran en el hueso. La solución a este problema no vino de la mano de ningún implantólogo, sino de casualidad. El doctor Per-Ingvar Bränermark, cirujano ortopédico en 1950, estaba investigando en la Universidad de Lund (Suecia) la vascularización de la médula ósea en conejos, para ello, utilizó una cámara de titanio que se colocaba en los tejidos blandos en concreto en la oreja “Rabbit ear chamber” pero Bränemark decidió esta vez insertarla en el fémur de los conejos, este experimento del estudio de la vascularización duró algunos meses, como las cámaras eran muy caras, las quiso reutilizar y una vez sacrificado el animal, intentó desenroscarlas, pero le fue imposible, si ejercía mucha fuerza lo único que conseguía era fracturar el fémur del animal y la cámara seguía atornillada al hueso.
Impresionado con lo sucedido, decidió estudiarlo más a fondo, y observó el comportamiento del titanio en otros animales y en humanos, en los cuales utilizó voluntarios a los que les colocaba pequeños tornillos en sus brazos, y comprobó la inocuidad del titanio y la biocompatibilidad con el hueso, algo increíble y muy útil para poder ser empleado en medicina.
En 1965 decidió colocar el primer implante dental en un hombre de 34 años que había nacido con una malformación congénita en sus maxilares, le colocó cuatro implantes de titanio, y meses más tarde pudo colocar sobre ellos una dentadura, y cambió la vida del paciente. Fue todo un éxito, y durante muchos años publicó numerosos estudios sobre el titanio y el uso en la implantología dental. En 1976, tras el eco de sus estudios, el Ministerio Sueco de Salud y Bienestar incluye los implantes en el Seguro Nacional, y se empiezan a comercializar a través de la empresa “Nobel Biocare” (así es como hoy día la conocemos).
Y por último, destacar que este metal fue descubierto en 1791 por un clérigo inglés llamado William Gregor, y que en 1795 Martin Heinrich Klaproth químico alemán dio el nombre de “Titanio” a este metal en honor a los Titanes, seres de la antigua mitología griega que eran muy fuertes y que tenían que sostener el universo en sus hombros, al igual que a los implantes de titanio que se les ha encomendado aguantar “eternamente” la función masticatoria.